Comentario
La situación del campesinado cuando comienza la segunda mitad del siglo XIX, era insostenible y la inquietud constituía un cáncer para el Imperio.
Anteriormente la emancipación había sido estudiada como posibilidad, pero hubo varios frenos. El más importante fue sencillamente el temor del zar a que una concesión de este tipo amenazara su poder absoluto. Nicolás I, a pesar de su formación, consideraba la servidumbre como el oprobio de su reinado y en 1847 encargó un tímido proyecto de emancipación, pero las revoluciones de 1848 le desengañaron de sus veleidades reformistas. El segundo problema fue la obstrucción nobiliaria, que en la mayoría de los casos eran contrarios a la liberación.
Existía también un problema económico: no podía decretarse la libertad sin acompañarla de la entrega de tierras, que, por otra parte, el campesino consideraba suyas, aunque aceptara el pago de las rentas al señor.
Hoy parece que todos los especialistas están de acuerdo en que fue el desastre de la guerra de Crimea el que abrió los ojos a la sociedad rusa, incluidos los señores, a que la situación de la servidumbre era insostenible, mirada desde cualquier punto de vista. La impotencia del ejército ruso frente al de Francia e Inglaterra promovió sentimientos reformistas, favorecidos por la subida al trono del zar Alejandro II.
El barón Von Haxthausen escribía: "La servidumbre se ha convertido en un hecho contra la naturaleza y pronto será imposible mantenerla. Todas las personas inteligentes lo reconocen abiertamente. El problema más importante es la abolición sin desencadenar la revolución social". Alejandro II en marzo de 1856 hace una declaración a la nobleza de Moscú en la que el mensaje clave decía: "Es mejor abolir la servidumbre desde arriba que esperar que un día comience a abolirse por sí misma desde abajo".
Las noticias del estudio de la liberación salta a los medios de opinión pública, lo que provoca el entusiasmo de los revolucionarios en el exilio, que apoyan los intentos del nuevo zar.
El "Ukasse" liberalizador se firmó el 19 de febrero de 1861. Este decreto, con todas sus insuficiencias, constituye una reforma de primera magnitud para acercar Rusia a los países modernos.
El cambio fundamental es de tipo histórico: hizo del siervo un hombre legalmente libre, aunque, como veremos, esta libertad sería coartada por otros aspectos del decreto y por la propia estructura social, económica y cultural de Rusia, que no podía ser modificada, sin más, por un solo decreto, sino por la dinámica histórica a lo largo de los años.
Los siervos obtuvieron todos los derechos civiles de libres agricultores o de la ocupación que eligieran. Podían cambiar de residencia (previo pago de impuestos, cánones al "mir" y permiso de éste). Adquirían también libertad para contraer matrimonio, suscribir contratos y obligaciones. El siervo campesino, la mayoría, se benefició del disfrute perpetuo de su casa y recinto y recibió un lote de tierra equivalente muchas de las veces al que tradicionalmente explotaba y otros algo menos, o algo más, por un mecanismo corrector que el propio decreto fijaba.
Por consiguiente, los propietarios con siervos pierden el derecho a poseer a las personas de los campesinos: venderlos, entregarlos, transferirlos arbitrariamente de un lugar a otro, enviarlos a un trabajo, castigarlos, etc.
Pero, como se ha indicado antes, son abundantes las trabas y dificultades para obtener una libertad real, aunque ésta, formalmente, ya estaba conseguida.
Los campesinos, que habían considerado las tierras como suyas, ahora tenían que conformarse con menos. Como ha llamado la atención Tom Kemp, el "ukasse" sólo incluía los campos cultivados, pero no otras tierras de la aldea, como bosques y tierras comunales que quedaban en propiedad de los señores. Además, los campesinos recibían un lote de tierra, con la obligación de entregar al señor el exceso si trabajaban una parcela que sobrepasaba la extensión máxima fijada en el decreto y la del señor de completarla si la familia no disponía de la extensión mínima.
Como consecuencia de lo anterior, los señores no quedaron desposeídos de tierras; por el contrario, se ha calculado, según Hutching, que el 80 por 100 de las tierras continuaron en manos de la nobleza. En conjunto, nos dice Kemp, el campesinado conservó en propiedad menos tierras después de la emancipación que las que había labrado como propias antes de ella.
Por otra parte, el campesino tenía que pagar las tierras que recibía, a través de un canon anual, durante cuarenta y nueve años, que hacía efectivo al Estado por las tierras que éste había comprado a los nobles. La realidad es que, si bien el desembolso de estas cantidades fue especialmente duro en los veinte primeros años, sin embargo, en 1881 se rebajaron los cánones y posteriormente experimentarían sucesivas reducciones, hasta que los atrasos quedaron cancelados definitivamente entre 1904 y 1906.
A pesar de estas reducciones, teniendo en cuenta que las anualidades devengaban intereses acumulativos, el precio global de la tierra que hubieron de pagar los campesinos fue excesivo, tal y como dejan claro los cálculos recogidos por Grunwald.
No fueron los únicos problemas: durante dos años los campesinos no fueron realmente libres, pues durante ese período intermedio (1861-1863) estaban sujetos a corveas y censos hasta que se concluyesen acuerdos bajo control de los árbitros de paz elegidos entre los nobles.
Por otra parte, el campesino quedaba ligado a la aldea a través del "mir", cuyo poder quedó aumentado con la emancipación. En efecto, la aldea se hacía solidaria del importe del rescate de las tierras y, por tanto, el campesino, mientras se pagaba toda la deuda, no poseía la tierra como individuo sino como miembro de la aldea administrada por el "mir". Con frecuencia, como ha investigado el historiador Druzhinin, la situación del campesino fue peor. El "mir" distribuía periódicamente las tierras, decidía la época de siembras, el tipo de cultivo, suponía ciertas medidas igualitarias y protegía contra el desamparo pero, en contrapartida, el avance técnico quedaba, en cierto modo, retardado y la iniciativa individual (en tanto no se pagaran las deudas) disminuía.
Con respecto a los siervos domésticos, éstos se emanciparon sin tierras, lo que obligó, en la mayoría de los casos, a suplicar a los señores que les mantuvieran en sus casas.
Con todo, la transformación jurídica esencial, la liberación, permitió a largo plazo una serie de cambios.
Por ejemplo, desaparecieron las trabas para la creación de escuelas y, sobre todo desde 1880, se multiplicaron las parroquiales y municipales.
La posibilidad de vender los excedentes de cosecha, el lino y la lana, que antes elaboraban para el señor, hace entrar al campesinado en un mundo para ellos desconocido, el del comercio y la moneda, donde todo debe ser comprado: vestidos, madera, petróleo, nuevos instrumentos agrícolas, etc. La liberación de los siervos tuvo como consecuencia una mayor productividad. Según estimaciones del historiador soviético N. Pokrovski, la producción aumentó en un 25 por 100 en la década de 1870. La mayor productividad elevó también progresivamente la capacidad adquisitiva -y fiscal- del campesinado.
El relativo libre-mercado hace que algunos se empobrezcan y otros se enriquezcan. Estos últimos pondrán las bases de una clase social que será ya importante en el siglo XIX: los "kulaks". En la correspondencia de Tolstoi se encuentra una carta de 1882 escrita por un amigo suyo en la que dice que "los individuos más inteligentes, los más capaces, llegan a apropiarse de la tierra y a sujetar a otros campesinos a la condición de jornaleros".
La libertad de movimientos permitió desarrollar un mercado libre de trabajo y, consiguientemente, posibilitó la industria. Ahora a aquellos a los que les iban mal las cosas o querían que les fuesen mejor, podían, aun con las dificultades ya señaladas del permiso del "mir", buscar mejor fortuna en otras tierras, primero a las estepas meridionales, insuficientemente explotadas, luego hacia Siberia (donde según cálculos de Reinhard emigraron 10.000.000 de rusos en el siglo XIX y primeros del siglo XX). El hambre de 1891 y la construcción del Transiberiano vigorizaron este movimiento. Otra migración, como había ocurrido en muchos países occidentales, será la del campo a la ciudad para cubrir los puestos que el proceso paralelo de industrialización demandaba. Sin embargo, estos nuevos trabajadores en 1900 apenas representaban el 6 por 100 de la población, cuando por esas fechas sobrepasaban el 40 por 100 en Alemania y el 45 por 100 en Inglaterra.